Si nos paramos a pensar en los métodos tradicionales de enseñanza del, quizás se venga a nuestras mentes la típica imagen, en blanco y negro, del maestro azotando con su regla al alumno que no era capaz de recitar la lección que debió aprender en casa. Aquel modelo imperante intentaba satisfacer las necesidades de las sociedades industriales del siglo XIX, dando prioridad a asignaturas como la lengua o las matemáticas y estableciendo un clima de disciplina bajo el cual era imposible cuestionarse la realidad y los conocimientos que, de manera repetitiva y memorística, allí se aprendía. Estudiar se basaba en acumular ideas aisladas y difícilmente conectables con la vida real. Y es que el maestro era el dueño absoluto del conocimiento, el cual hacía llegar de manera directa, sin dar la oportunidad al alumno de investigar y descubrirlo por sí mismo, convirtiéndolo en un mero receptor de mensajes a los que difícilmente podía dar sentido. Pero desgraciadamente, muchos aspectos negativos de aquel modelo gris están todavía presentes en planes educativos y currículos oficiales, en idearios de colegios e incluso en la manera de actuar de muchos docentes.
Sir Ken Robinson, escritor y experto en educación y en creatividad, afirma que las escuelas matan la creatividad al coartar desde edades muy tempranas la espontaneidad del niño, al castigar sus errores o cualquier actitud que se salga del camino considerado como correcto. Robinson cree que todos poseemos un gran talento que poco a poco vamos perdiendo a medida que avanza nuestro bagaje educativo, pues muchos sistemas desechan las habilidades de los niños y niñas para formar seres con aptitudes en serie, que produzcan y no piensen demasiado.
Con estas palabras, intento poner de manifiesto la necesidad de que los profesionales de la educación se conciencien de la importancia de adquirir nuevos roles, de fomentar un clima constructivista donde el alumno recupere la curiosidad por el mundo que lo rodea, las ganas de conocerlo e interpretar toda clase de estímulos ambientales, los cuales, bajo una educación tradicional quedarían totalmente adulterados. El paso de un estilo de enseñanza autocrático y tradicional a otro democrático donde se fomente la originalidad y la participación crítica no debe confundirse con la implantación de la filosofía laissez-faire, donde los maestros permanecen totalmente al margen de la instrucción, cediendo la plena iniciativa al niño y cayendo, frecuentemente, en problemas de disciplina y bajo rendimiento académico.
Es fácil encontrar razones del escaso protagonismo que la creatividad cobra en el proceso instruccional (Castelló, 1993). Y es que las actividades académicas suelen estar basadas en situaciones cerradas, evaluando solamente las respuestas y no los procesos. Además, los contenidos son creados para que el discente los integre en sus estructuras mentales sin la posibilidad de relacionarlos con los conocimientos previos.
En multitud de ocasiones, actitudes creativas, como preguntas, sugerencias o comentarios, son mal recibidas por algunos profesores excesivamente preocupados por el orden, llegándose a producir incompatibilidades entre este y los recursos necesarios para el desarrollo de la creatividad. Por esto, autores como Genovard o Sternberg, proponen crear modelos de enseñanza que posean algún tipo de motivación creativa, aplicando técnicas que garanticen la seguridad y libertad psicológica como, por ejemplo, respetando preguntas inusitadas, fantásticas o poco frecuentes de los alumnos, ya que de rechazarlas, estos podrían no volver a atreverse a preguntar más. Por tanto, es necesario crear un ambiente de confianza donde los niños sean conscientes de que sus ideas son útiles, en el cual haya espacios para que los alumnos pongan en juicio y evalúen sus propios actos con el fin de entender las consecuencias y rectificar errores.